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viernes, 17 de mayo de 2013

A Joe, mi alter ego...

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A Joe, mi alter ego
Podemos estar preparados para asumir nuestra propia muerte. Al fin y al cabo se trata de un diálogo con uno mismo para racionalizar que nuestro paso por este territorio es transitorio. Lo que resulta más complicado es asumir la desaparición de alguien a quien queremos y está a nuestro lado —sea de nuestra especie o pertenezca al universo de las llamadas mascotas—.
Por mucho que ese final esté anunciado por el desarrollo de una enfermedad o porque ocurra de manera imprevista, todos tenemos un componente emocional que se desborda en esos momentos y que se amplifica con la súbita aparición en nuestra mente de momentos vividos junto a ese ser querido.
Jugarretas de nuestro cerebro y de las neuronas, las emociones y la memoria se alojan en la misma zona y ambas se activan en ese fatal instante, lo que hace que la tristeza se acentúe ante esas evocaciones. Paradójicamente, ambos, los sentimientos y recuerdos, son los responsables de nuestro éxito evolutivo (nuestra supervivencia) y de la denominada inteligencia emocional. Pero también hay algo más.
El dolor y las imágenes que nos asalta cuando quien se marcha es un noble-orejotas-testarudo de cuatro patas nos hace comprobar que a lo largo del tiempo de convivencia, esas vivencias provocaron un cúmulo de emociones, sentimientos… que crearon un vínculo indestructible basado en la empatía.
Ese teórico ser inferior pasó a ser un alter ego, un recipiente de tus propias emociones, un espejo ante el cual —de una manera y otra— necesitabas verte para poder superar tus propias contradicciones. Que él era capaz de anticiparse a tus sentimientos y que gracias a ello tu has crecido en compromiso, afecto, sensibilidad y empatía hacia los demás. La empatía, que forma parte también de la inteligencia emocional, se desarrolla en la misma parte del cerebro que el mecanismo de la memoria.
Y volvamos al duelo, a ese momento en el que afrontas la muerte de ese ser querido. Como organismo tenemos una tolerancia bastante baja al dolor —sea físico o psíquico— y nuestro cerebro, más tarde o más temprano, se encargará de fabricar serotonina —la hormona del placer— y con el aumento o equilibrio de los niveles de la misma esos recuerdos que ahora nos angustian pasarán a ser sólo eso, recuerdos sin otra carga emocional que el placer de haberlos compartido junto a él.
Por último, con independencia de creencias y razonamientos, todos los seres vivos estamos llenos de energía, y ya saben que ésta, ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Piense que esa pieza que ahora echa en falta y le provoca tanto dolor al menos ya forma parte de tu propio ser.
Enrique Leite, periodista

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